lunes, 5 de diciembre de 2011

Las primeras pequeñas tazas...

...del taller de Maximialiano Abbiati: modelado a mano en gres y esmaltado:


jueves, 24 de noviembre de 2011

Cuerpos

No solo tenemos que cargar con nuestras vidas, también con nuestros cuerpos, pesados, envejecidos, filosos, resbalosos, regordetes, pequeños, triangulares, fofos, duros, aburridos, decaidos, fanfarrones, apocados, tergiversados, inmaculados, arrugados, secos, fibrosos, juveniles, decadentes, quebrados, ausentes, dislocados, insensibles, alérgicos, húmedos, secos, oleosos, perfumados, asados, quemados, tostados, repulsivos, blanquecinos, pecosos, lunarosos, sucios, fuertes, espaldarosos, huesudos, ágiles, torpes, inseguros, fláccidos, agarrotados, panzones, guatones, pechugones, detestables, así como con nuestras vidas.

martes, 15 de noviembre de 2011

Vidas dobles

Quizás sea el influjo de Cortázar. Buenos Aires es de pronto el lugar de los dobles. Una mañana observé al padre de mi hija, profesor en un colegio de Santiago, tratando de llevarse una camioneta con una grúa del gobierno de la ciudad. No era él, claro, pero era exactamente igual: el mismo cuerpo, la misma forma de los músculos y el color del pelo, una misma edad y una misma actitud espinal debido a sus alturas, incluso la nariz pronunciada y aguileña eran copias de sí mismas. En lo demás, se veía mejor: más alegre, dinámico, vivaz y sin cara de eterno conflictuado. Pensé, en ese momento, que quizás éste otro, el más proleta y más alegre era el que me debía estar destinado y no el pequeño burgués conservador y neurótico de Santiago. Alguien se equivocó.
Y, ayer, sentada en el subte de la línea B se subió mi vecino de Santiago, Aníbal, el joven de 27 años, talentoso e inteligentísimo que pasa sus horas desperciándolas en la indesición de sus múltiples facultades. Alto, muy delgado, de pelo largo, moreno y ensortijado, recorría los vagones tocando el violín. Salvo que éste era un venezolano, estudiante especulé que se gana un poco la vida de esta forma. Otra vez, el mismo cuerpo con un espíritu diferente: decidido, alegre, energético y vivaz, mientras que el de Santiago parece que se hubiera quedado detenido en su adolescencia masturbándose a cada momento y con esa expresión de hastío o cansancio permanente.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ana y Sonia



Primera prueba de cabezas de muñecas de papel arcilla (casi 50%), pintadas con pigmento y una capa delgada de esmalte transparente. Luego viene el cuerpo de trapo.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Hombre inadecuado para su silla

Papel/arcilla (50%) sin hornear todavía

lunes, 26 de septiembre de 2011

lunes, 19 de septiembre de 2011

jueves, 1 de septiembre de 2011

Tirar todo

Hoy tiré todo del librero de mi hijo. Escondí la computadora y saqué el televisor. Hace días, sino meses, que me pregunto qué le pasa a los chicos que me rodean que no se interesan en nada, no tiene ningún afán, ninguna pasión y veo con terror cómo va llegando el día en que mi hija menor empieza a dejar de dibujar, pintar, construir, coser, todo va quedando relegado por sentarse frente a la tele o para jugar en la compu. Hoy tiré todo y me puse a llorar, eso que no quería que perdieran, lo que yo hubiese querido no perder de mi infame niñez, ellos también lo van perdiendo, sus cerebros se van anquilosando como los músculos del enfermo en cama, observo con espasmos cómo desperdician sus potenciales y talentos.

Hoy tiré todo del librero de mi hijo mientras gritaba, tiré los libros de Leonardo, los de dibujo de anatomía, los cuentos y  novelas, los lápices y cuadernos de dibujo vacíos, los diccionarios de alemán, italiano, inglés ¡para qué todo esto! ¿para qué todo esto si vas a terminar jugando a ese maldito juego de la compu y nada más? ¿para qué el saxo? ¿para qué la guitarra? ¿para qué el colegio alemán si nos sabés decir ni salchicha? ¿para qué estos marcadores carísimos y el bloc de cómics?

Tiré todo, saqué la compu y la tele. Quizás si no tengan eso, empiecen a aburrirse y cuando el aburrimiento sea mucho, insoportable, se animen a otras cosas, a dibujar, a escribir cuentos, a experimentar con la química y la fisica de la cocina y el jardín, a coleccionar estampillas u hojas secas, a salir a caminar o andar el bici, a tomar un curso de teatro o acrobacia...

Y, al final, lloré porque he estado equivocada como tantos padres, dándoles de todo creyendo que les doy oportunidades, cuando la oportunidad está en la voluntad de cada uno, cuando la oportunidad muchas veces va de la mano de la precariedad, porque en una cultura de la precariedad, como decia mi maestro Fidel S.,  no tener nada nos obliga y nos motiva a crearlo todo, porque tenerlo todo nos va vaciando y secando, como veo que se vacia y seca la hija de P., como veo que mis propios hijos empiezan a tomar ese terrible camino del sinsentido humano que desemboca en la superficialidad y la estupidez, en el egoísmo y la acumulación.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Cuarenta

A pasos precipitados sobre los cuarenta años voy a decir lo que muchos ya han dicho, en silencio o a gritos (o, quizás, yo quiera creer que muchos lo han dicho): no he hecho nada... esto quiere decir nada valioso, por supuesto. No estoy en la cumbre de mi carrera, ni siquiera estoy al comienzo, probablemente todavía no sé cuál era mi carrera, más posiblemente nunca supe hacia dónde debía correr para ganarla o, al menos, participar en ella.

Son reflexiones inevitables al acercarse el día del cumpleaños, sobre todo si se cambia de folio. Al final, estamos hechos de convenciones. Todo es convención que aceptamos como imperativos biológicos porque ¿es más determinante cambiar de folio en el sistema decimal? No, claro, ahí están los antroposóficos, a quienes yo les creo, diciendo que los ciclos naturales son más bien de siete años (los cuarenta, entonces, no son un cambio importante en la vida de una persona, al menos no tan determinante como los 42, cuando entre en el sexto ciclo de mi vida). Otra convención lingüística: la carrera. Al final, es bastante angustiante, sino frustrante, tener que hacer cualquier cosa en la vida pensando que es una carrera, andar corriendo ¿para alcanzar qué? ¿la meta? ¿cuál sería la meta? ¿qué importancia se le asigna a los procesos en una carrera? Por definición lo que importa en una carrera es ganar, llegar primero a la meta. Claro está que están los que dicen, a modo de un raro consuelo en el que no se connota el verdadero significado del término, que lo importante es competir... una vez más... "competir". Alguna vez participé en competencias y maratones. Varios kilómetros corriendo para llegar sino la última una de las últimas. Ah, bueno, supuestamente estaba la satisfacción de llegar al final sin rendirse... pero lo mismo hubiera podido hacer sola, matarme corriendo esos tantos kilómetros sin someterme a la humillación de llegar honrosamente de las útimas. Por supuesto que si corriera sola ya no sería una "carrera", sino un desafío personal y, personalmente, prefería correr dando vueltas a la cancha del campus así sola, sin apuros, a mi ritmo, a veces acompañada por unas cuántas de esas vueltas (nunca los ritmos coinciden), con el saludo o la burla de algunos estudiantes que allí descansaban, estudiaban o fumaban marihuana... una, dos, tres horas trotando más que corriendo no es, ciertamente, una "carrera".  Si uno compite es porque quiere ganar... si no simplemente no entra en la carrera.

Así que así estamos a los cuarenta años en la carrera profesional, ni siquiera comenzada porque menos sé cuál es la meta a la que tengo que aspirar o, peor, aquella meta a la que aspiraba ya está atiborrada de otros competidores que llegaron primero y, francamente, pierde sentido seguir corriendo para llegar la última otra vez.

Más bien se trata de empezar una y otra vez cualquier cosa, lo que se critica como inconstancia... lo que es cierto, no vamos a negarlo. Es la única carrera que he perseguido constantemente: la inconstancia. Y no me ha llevado a ninguna parte. Quizás porque nunca entendí, y es difícil que lo entienda ahora, por qué tenía que correr.

viernes, 22 de julio de 2011

Chile

Ésta me parece una ciudad grisácea. No sé por qué estoy aquí y me empeño en mantener la casa. Quizás sea simple hábito. Algunos días apenas se ve la cordillera detrás de los edificios del centro y del esmog, esa tenue neblina opaca y densa que se pega a la ropa y la piel. Junio y julio siempre fueron los peores meses. siempre quise escapar en esta fecha, soñando con paisajes nítidos y prístinos. Ni hablar de la cuestión social y política. No es, para nada, que no me quiera meter. Muy por el contrario me siento más involucrada que nunca, pero pienso que los análisis de la cuestión ya están bien formulados por otros con más discursividad en el tema. Ver así al situación de este país, que tocó ser en parte el mío, me angustia y lastima. Las personas que después de un año y medio todavía están esperando que el Estado las ayude a reconstruir sus casas, sus pueblos enteros, son aporreadas y maltratadas por la policía; estudiantes secundarios, pibes, que han llegado al extremo de iniciar una huelga de hambre exigiendo algo que en muchos otros países, como el nuestro, países que ya no se pueden decir pobres, dan por sentado: una educación gratuita que no sea el adiestramiento de mano de obra para una sociedad de consumo que sigue aumentando la brecha socioeconómica a niveles de una injusticia que dan ganas de gritar mientras un flamante empresario, que logró ser Presidente elegido, dice sin vacilar que la educación es un "bien de consumo". No me dan ganas de volver a esta ciudad gris y este país más injusto que otros de la región. Tampoco me dan ganas de escapar. Hace tiempo que estoy convencida de que la literatura, que es en mi caso lo que me hace vivir, tiene una función social. Salvo que no sé desde dónde actuar cuando soy una escritora completamente anónima. Quién haya leido mis cuentos en el blog de literatura infantil que llevo, a falta de publicar, verá que el asunto está presente, pero lejos de los criterios editoriales del momento, que, en general, prefieren inventar un mundo edulcorado que se parezca a la realidad, cuando no lisamente cuentos maravillosos sin ancla en la realidad social de los niños que leen, o pudieran leer, esa literatura, tan menospreciada por la academia. Sin embargo, lo que pueda hacer, lo haré desde otro lugar porque no quiero que mis hijos crezcan en un sistema escolar militarizado, donde, desde otros estamentos, se los aporrea también y se los menosprecia, no se los escucha, donde tanto un ministro como muchos otros adultos exhiben, sin pudor, un discurso represivo y estúpido: los niños están para estudiar, no para hacer política, tómense unas vacaciones y déjense de molestar. Hace unos días, un enorme grupo de escritores firmó un manifiesto en apoyo de estos estudiantes... salvo que siempre pareciera que el problema de los estudiantes solo fuera problema de los estudiantes cuando es uno de la sociedad entera. Aquí, hace tiempo, lo único que se hace es adiestrar a los chicos. Nada más. Muchísimas horas de clases simplemente para capacitarlos para ser más eficiente en el engranaje productivo. La literatura (y las expresiones artísticas en general) cada vez tiene un espacio menor en el currículo porque no entra en la multitud de pruebas y evaluaciones a los que son sometidos desde la más tierna edad. ¿Por qué iba yo a castigar a mis hijos en un sistema así? Luego, aquellos demasiados que no tienen el privilegio de esos otros poquísimos de las familias (re)adineradas, deben someterse a las condiciones de trabajo más humillantes, sin atreverse a reclamar porque no pueden, ni siquiera tienen, la mayoría, la capacidad de un juicio crítico o, los que lo tienen, están atemorizados o no poseen las herramientas discursivas para reclamar. De esta manera, una amiga me cuenta que hace unos pocos meses trabajó en una fábrica de zapatos donde los encerraban con llave toda la jornada laboral, no los dejaban hablar durante la hora de almuerzo y, por supuesto, les pagaban el sueldo mínimo, lo que acá, puesto que el Estado no se hace cargo de los servicios básicos, es prácticamente nada, puesto que hasta trasladarse en el transporte público (público no por que el Estado participe, sino público porque van todo amontonados) cuesta más de un tercio del sueldo, sin contar que en invierno la calefacción, por ejemplo, es una fortuna hasta para una familia de clase media acomodada. Esto también es el resultado de un mal sistema de educación. El problema de la educación no es un problema de los estudiantes a quienes tenemos que apoyar, es un problema de la sociedad entera, es el problema de cada uno de los que vive en este país o, como yo, tiene un vínculo con él. Es nuestro problema, de todos.

viernes, 1 de julio de 2011

Librerías

Hay días, momentos, en que quisiera volver a mi casa. Es un instante de nostalgia no decisivo, pues me basta con reiterar el mismo deseo una vez más para darme cuenta de que veo mi casa como una isla en medio de Santiago. Lo pienso mientras camino por cualquier calle o callecita de Buenos Aires y me encuentro con una librería. Entro. Recorro. La última vez que Lili vino a este puerto, salió llorando de los libros del pasaje. Hacía una o dos semanas, apenas, que había muerto Oscar, su marido, el del jardín en el puerto del otro lado, el arquitecto, coleccionista de juguetes y libros para niños. Las librerías deben de haber sido, también para él, un refugio y me consta que últimamente compraba compulsivamente libros, libros maravillosos que no alcanzó a abrir en su biblioteca. A mí me ocurre como él, siento que me vuelvo una adquiriente compulsiva de libros cuando, no más entrar a la librería, recuerdo que en Santiago, además de los precios, no voy a encontrar tantas tiendas y cafecitos por doquier, sin mencionar Corrientes o los parques Centenario y Rivadavia, me llevo los libros a casa como si fuera la última vez que voy a tener la oportunidad de ponerlos ante mi para tocarlos, verlos, hojearlos y, finalmente, observarlos y leerlos. Quisiera algún día poder sentarme a ver los libros que Oscar no alcanzó, pero pienso que ya no será lo mismo, por maravillosos que sean, el placer se diluye un poco si no hay con quien compartir esa pasión. Quizás por eso me aceptaba y me invitaba a sentarme en el living de su casa donde me exponía sus libros nuevos mientras, evidentemente, gozaba doblemente: el verlos y el compartirlos. Aparte de él, nadie podía si quiera moverlos de sus estanterías y eso se respetaba como una ley sagrada. Ahora que ya no está, no sé quién habrá tomado su lugar en el cuidado de ellos. A veces, le he pedido al hijo que me deje entrar en la biblioteca, pero no he insistido mucho porque sé que no será lo mismo. Quizás como le pasó a Lili el día que salió llorando de la librería, quizás para ella ya no tenía sentido ni placer recorrerlas. Oscar y yo dejamos de darnos ese placer compartido cierta vez que discutimos por la mujer de su hijo. No, creo que fui yo la que verdaderamente perdí. Él tenía otras personas con las que compartía su pasión por la arquitectura, las plantas, los juguetes y los libros. En cambio, yo, me quedé sola.

miércoles, 22 de junio de 2011

Tiempo de leer

¿En qué momento me puse tan vieja y fea?
¿En qué momento se dejaron de escribir cartas y el correo se transformó en el mensajero de telegramas?
¿Cuándo me convertí en el opaco reflejo de mi misma?
¿Cuándo desapareció de mi vida la pasión?
Y los cuentos y las novelas y los ensayos que nunca comprendí, los que no leí, los que me pasaron por encima, los que dejaron huellas equivocadas y los que no dejaron nada, que ya no me acuerdo, quizás porque nunca supe leer, quizás porque de chica, cuando lloraba al entrar a la primaria porque tenía miedo de no aprender a leer, quizás, quizás tenía la intuición de que leer era algo más que juntar signos y pronunciarlos y sentía que nunca nunca en mi vida aprendería a hacer algo tan difícil. Y escribir, escribir no me asustaba porque era como dibujar y siempre fui buena en eso, dibujando trazos, líneas rectas y curvas, siempre era la mejor en plástica, la que dibujaba retratos de sus compañeras para cambiárselos a los chicos por comida, o tareas, o un tejido que no lograba sacar, o en una emergencia por ayuda durante una prueba, aunque entonces yo era la que ayudaba en las pruebas, nos cambiábamos las hojas de preguntas y las contestaba, las mías y las de un par de compañeros si alcanzaba. Eso fue después, claro, en tercer o cuarto grado, cuando creía que había aprendido a leer.

Pero nunca supe. Y todavía no sé. Ahora que estoy vieja, manchada y arrugada.

jueves, 16 de junio de 2011

La mujer sensual del frente

        Quise imaginar a una mujer sensual que se asomaba, en camisón, a la puerta  de su casa. Era necesario que yo, por lo tanto, mirara por la ventana de la calle y así lo hice con los ojos cerrados. Entonces ví a la señora Adriana, una vieja tan vieja como podía ser mi abuela, medio renga, parada en la vereda, con su bastón y sus lentes poto'e botella. Tenía casi al frente de nosotras, un poco a la derecha, una gran casa roja de más del doble de ancho que la norma ,que por entonces en aquel barrio rondaría los doce metros. Una casa central, muy ancha, y dos casitas laterales, tipo chorizo, que se alargaban hasta el fondo de la propiedad. Cada una de ellas tenía al final un patio de baldosas, siendo el de la casa del medio privilegiado con un jardín y una pequeña habitación contra la medianera del fondo, cuartucho donde, recordé, de chica me sentaba en ancas sobre el pubis de un primo lejano, sintiendo bajo el pantalón un miembro más grande de los muchos que he visto (sentido) en estos últimos años. Claro que el primo lejano tendría unos quince años. Mi abuela tenía la costumbre de traerse parientes jóvenes del campo a la capital para ayudarlos a estudiar. Privilegiaba a los hombres. Al parecer tuvo malas experiencias con las mujeres que, asumo en el presente, salieron todas bastante fiacas. Así que durante mi infancia en la casa de mi abuela transitaron una serie de primos lejanos jóvenes llenos de vitalidad. Por mi parte era una pequeña nínfula déspota. Casi demás está decir que no me daba cuenta de ello. Puesto que me recuerdo más bien gordita, supongo que la gordura no tiene nada que ver con la atracción sexual. En todo caso, no me preocupaba de mi cuerpo entonces y sí de obtener favores a cambio de una pequeña moneda de índole sexual: uno de ellos pasó por lo menos una tarde entera jugando conmigo a la pelota en el jardín de mi abuela para que finalmente yo accediera a que tocara con sus labios mis labios vaginales. No es seguro que haya sido una vez, ya que, como todos sabemos, el tiempo de los niños es muy diferente y los recuerdos generalmente se construyen sobre la base de la repetición sistemática de una accción. De lo que se desprende que (a) ese primo lejano pasó muchas tardes jugando a la pelota para obtener cada vez un beso o (b) que pasó muchas tardes para obtener un único beso. El primo sobre el que me sentaba en ancas no sé qué tuvo que hacer, pero se me viene a la mente una actitud que me molestaba mucho: cuando caminábamos por la calle tenía la manía de hacerme caminar por el lado interior de la vereda. Yo no entendía su empeño, pero me olía un poco a apropiación de mi persona (¿cómo osaba si quiera a decirme por dónde yo tenía que caminar?) y las caminatas se transformaban en peleas continuas sobre mi derecho a decidir qué hacer conmigo misma: yo caminaba por dónde y cómo quisiera. Él, por su parte, que era del campo, debe de haber tenido muy interiorizado este acto de buena educación hacia la mujer e insistía en su posición, con lo que lograba que yo llegara furiosa a casa, gritando que ya no lo quería más en casa a ese canalla que se apropiaba de mis derechos. Supongo que por eso terminó viviendo en la casa del frente, la de la señora Adriana, amiga de mi abuela, que le arrendaba el sector central de la propiedad a una parientas cuya relación con nosotras se me pierde en la oscuridad de los tiempos que no conocí. A otro lo tuve (o lo tenía, vaya a saber) sujetando por horas la antena del viejo televisor, de esos de madera, con lamparillas atrás que, cuando se apagaba, quedaba la imagen suspendida en un punto luminoso al centro de la pantalla. La señal era, por entonces, particularmente débil y costaba muchísimo encontrar la posición de la antena que permitiera ver las imágenes; es más, creo que mi este otro primo lejano era en sí la antena que capturaba la señal. Veía La leona de dos mundos, el Correcaminos, Lassie, Perdidos en el Espacio, no sé si uno por vez o uno cada día. En el primer caso, el muchacho no sé cómo no se fastidiaba. El trueque para áquel era sentarme sobre sus faldas mientras trabajaba mecanografiando los escritos legales de mi abuela. Nunca quise darle un beso, eso sí, pero me agradaba sentir entre mis piernas el bulto de su pene erecto.
        Lástima que no haya sabido desde entonces hasta cierta edad que el placer que me daba el sexo y la sexualidad era legítimo. Por muchos años lo viví con culpa. Me encantaba acostarme con los hombres, sobre todo con aquellos particularmente sabihondos e inteligentes, pero asumía la promiscuidad con su connotación negativa y busqué, en una época, explicaciones de índole psicoanalítica. Pura basura, claro está. Quizás si hubiese nacido en otra cultura más abierta y libre y espontánea y alegre el sexo habría sido la maravilla que hubiese sido sin culpa. Ahora resulta que ya no es tan fácil tener sexo exquisito como ése. Alguna vez escuché que los cuarenta años eran la mejor época sexual para la mujer. O ésa es una mentira despiada para que aceptemos con cierta dignidad y esperanza el envejecimiento, o yo soy la desastrosa excepción a la regla. Las poquisímas veces que tengo sexo no lo disfruto: ha llegado a ser una inversión de energía que no se capitaliza en placer, por decirlo en términos de mercado. Por un lado, ya no disfruto mi cuerpo como antes (me da hasta pena verlo a veces, no me reconozco), pero tampoco disfruto el de los posibles compañeros, todos adquirientes de unas honrosas panzas que, en el mejor de los casos, están tónicas. Ni hablar del miembro en cuestión, pequeños, fláccidos, breves sino efímeros. Nada como esas erecciones de los primos lejanos; aunque para ser justos hay que admitir que los primos tenían quince años y yo era más chica, así que quizás las proporciones no sean válidas en la comparación. El asunto está difícil hoy por hoy, me digo yo, las probabilidades son bajas. Así que de la mujer que se asomaba a ver a otra mujer sensual, de pronto yo era la niña de mi abuela, asomada a la ventana de una casa de fachada continua en Ñuñoa, saludando a un primo lejano que me llamaba de la casa roja de enfrente. Y mi abuela me dejaba ir a tomar la merienda a la casa de mi tía Lucrecia. Sólo tenía que tener cuidado al atravesar la calle.

martes, 7 de junio de 2011

Incertidumbres

Tantos amigos sin saber qué hacer con sus vidas en adelante ¿qué haremos? ¿dónde seguiremos viviendo? ¿te quedás o te vas? ¿a dónde te irías? ¿terminás la maestría? ¿y después? Todas estas preguntas se responden con un "no sé". No sé. No sé si es un consuelo o un síntoma.

Escenario ideal algunas tardes sin lluvia: arriba en la cordillera, en un plano que, de pronto, cae sobre las heladas y torrentosas aguas del río Maipo, tengo una casita, un refugio de piedra y adobe, con un taller de piso de tierra, un torno y un horno para cocer los útiles cacharros, las tontas esculturas de cerámica, la biblioteca que he reunido estos años, al fin la ermitaña que me saludaba durante la adolescencia (en ese sentido, Dani, quizás todos seguimos siendo adolescentes). A veces bajo a la ciudad en mi Land Rover que choqué antes de partir, excepto en invierno que los caminos están tapados de nieve o congelados, donde no queda más que quedarse oculto en casa con el fuego encendido.

En este escenario no hay niños ya, claro, que llevar al cole cada mañana y parece que las cuentas se pagan solas. Además, el pueblo más cercano está bastante lejos para ir a comprar una cerveza de emergencia, aunque para entonces quizás ya no beba cerveza. Aunque para entonces probablemente ya esté muy vieja.

Pensaré en el escenario ideal(-1) mientras tanto.
 
Escenario uno: plano que cae sobre el río

jueves, 2 de junio de 2011

Tiempo

Un vacío que va en aumento, una brecha que ya no se salta de un tranco largo, allí está y así es. En algunos el tiempo es un adhesivo amoroso y tierno; en otros, un principio pasional, con un intermedio de hastío y un final indiferente. Nada. La cordillera está lejos y la pampa es ancha, el camino casi eterno y la vida demasiado breve. Lo mismo: para algunos todavía queda mucho por delante; para otros, nunca nada les alcanzará para tantos proyectos truncos y se afanan en comenzar mil cosas sin poder terminar la mayoría de ellas. Es la impaciencia y la angustia de que no va a alcanzar el tiempo. Y, ciertamente, no va a alcanzar.

Mis hijos crecen y ya no serán capullos para arrullar. Lo que gano en libertad, lo voy perdiendo en ellos. Me dieron una infancia feliz. Espero que también lo vean así en su futuro.

Mientras tanto, la brecha aumenta y aumenta.

jueves, 7 de abril de 2011

Profundidad

El mar, en esa costa, es profundo. Dos pasos al interior y uno se podría ahogar, cuando la ola viene y te gira y gira, tan frágil el cuerpo, no sabés lo que es arriba y lo que es abajo, como estar en el espacio, quizás, sin fuerza gravitacional, quizás, como morir, quizás.

Después de todo, hay dignidad, aunque no la haya, aunque sea quizás, quizás, qué concepto inventado para obligarlo a uno a lo que los otros, esa masa nunca definida, quieren que haga para su provecho En fin, existe el concepto, por lo tanto existe la dignidad, cualesquiera cosa que sea según la conveniencia de cada uno, por supuesto.

Todo esto, que es poco, a propósito de un comentario: lindo, bien, perfecto, pero te falta profundidad.

Ya lo sé.

Pero la profundidad es peligrosa, señora, a veces uno se ahoga en esa profundidad.

También es cierto que se puede nadar y desplazar en un ambiente denso que lo sujeta a uno. El peligro siempre está, a la vuelta de la esquina, uno se puede golpear contra un árbol o caerle un vehículo encima, cuando no una bala perdida.

Ya lo sé que me falta profundidad. En todo. Hace años que estoy exactamente en lo mismo, tratando de encontrar esa profundidad. Recuerdo: la cara despectiva de M. Wessely cuando le mostré mis fotos: mismo diagnóstico: perfecto técnicamente, pero ¿qué querés decir? A esto le falta profundidad. Después, me acosté con él (en ese tiempo me acostaba con el que me diera la gana, era tan fácil). Yo no encontré nunca la profundidad en la fotografía.

Y escribir.

Una debería tener el derecho, como mucho otros, de ganarse la vida sólo porque escribe lindo. Punto. No todos podemos, aunque queramos, ser profundos. Al fin ¿por qué no me puedo dedicar a la decoración escritural?

No todos tratan de decir algo profundo cuando hacen un vestido, o un pocillo de cerámica, o una ilustración.

Si vos profundizás, podés brillar, tenés las condiciones.

Me recuerda la fatalidad, mi querido profesor, de mi (su) anunciado brillo. Hace ¿14? años. Algo así ¿qué hice esos 15 años? No brillé. Incluso puede que me haya opacado.

Estoy cada día más fría y menos profunda.

No puedes esperar amor de mi, amor: soy cáscara ¿no lo notaste? Lástima que esta cáscara, como toda, se desgasta, se reseca, se descompone. Después no habrá nada ¿no lo entendés?

Ni profundidad, ni brillo, ni cáscara. Nada.

viernes, 18 de marzo de 2011

Ausencias

Supongo que el tamaño de la ausencia no tiene tamaño.

Estos días, a pocos de llegada nuevamente a Buenos Aires, con su calor que me brota de alergias, no he parado de dormir. No sé bien qué me pasa, pero los niños se están matando a gritos en su cuarto y yo sigo lánguida en la hamaca, a ver si agarro un viento fresco, mientras me voy adormilando otra vez. No importa cuántas veces en el día, cada vez que me duermo es como si hubiese estado todo un día laburando duro, como hace la mayoría de la gente, ésa que con razón se golpea, una y otra vez, la cabeza contra la ventana, si no se apoya en el hombro de un vecino incómodo, mientras el bus va superando, también uno tras otro, los baches de las callecitas de esta ciudad.

Es que tengo ausencias que me duelen y proyectos que me miran desde la lejanía.

Hay una puerta, en una calle cercana, que mis pies ya no atraviesan para el café o la charla despreocupada pero profunda o la galletitas en el horno. La verdad es que no es solo la rutina de caminar esas dos cuadras para encontrar una amiga, lo cierto es que esa amiga, con toda su juventud, también se transformó en un refugio para mi alma. Hay otros refugios, pero ése falta. Además, para los demás, la vida no pasa enfrente de ellos como estos días para mi. Ya sé que se acabará, pero no dejo de vivir como si estuviera en el caribe con los cocos cayéndome a los pies. Me duermo y sueño. No puedo parar de dormir, aunque quiera. Si no fuera porque aquí no existe, diría que los mosquitos me han contagiado de la enfermedad del sueño, en vez del dengue.

En casa, se asustan: cuando despierte de este letargo, no saben qué esperar, como la calma antes de la tormenta.

Hace mucho, pasé por un estado parecido. Recuerdo: sentada a la ventanilla del tren entre Santiago y  Paine, un pueblito a pocos kilómetros. Mi hija era un bebé que no paraba de llorar, por cualquiera razón, las mujeres que iban del tren se desesperaban, la tomaban en brazos, me hacían darle teta, jugaban con ella, pero no paraba de llorar. Yo miraba por la ventana y ya no me importaba nada: ni la basura acumulada a los costados de la vía, ni la pobreza, ni la injusticia, ni mi hija llorando, ni siquiera recuerdo si mi hijo me acompañaba. Era un letargo despierta.

Lo bueno, Ana, es que en algún momento uno despierta. Algunas ausencias se vuelven insoportables y uno decide moverse. Ojalá todo esta inmovilidad sea una suerte de acumulación de energía. Tal vez sea necesario, a veces, quedarse así, quieto y dejar que los sueños hagan lo suyo, hasta que uno vuelva a salir a flote, para nadar con más fuerza contra las olas y llegar a la orilla y correr y correr por la playa, la arena, las rocas, los bosques y los cerros.

Mientras, soy una especie de grillo congelado.

viernes, 21 de enero de 2011

Vida salada

La sal. Al viajar de regreso a Buenos Aires suelo llevar sal gruesa marina. El sabor es otro, tiene el aroma a la playa del Pacífico, la brisa cuando te moja, sentada sobre el borde de una roca cuando revientan las olas, ahí, un poco al principio del abismo salado. Me gusta la sal, pero no cuando alguien anónimo pero susceptible de certeras sospechas se dedica a tirar sal en la entrada de mi casa, situación a la que no le di importancia la o las primeras veces, pero que me llamó la atención en cierto punto, por su insistencia en aparecer en abundantes cantidades. Lo busqué en nuestra enciclopedia virtual: es una brujería para provocarle mal a quien se le deja la sal en su entrada... pueril, ingenuo, triste, amargado, podría ignorarse el hecho, hasta reirse de él, pero, a pesar de todo, algo molesta en lo profundo: es encontrarse en medio de una sociedad donde las personas le desean el mal al otro. Cierta vez leí en una columna de un tal doctor en la Revista Viva del Clarín (me entretengo con sus clichés sicológicos) que la envidia sana no existe, que toda envidia es mala... no, doctorcito, le cuento que hay una envidia sana, como el yogur, si seguimos con los clichés, la que no te hace daño, la que incluso te hace sentir mejor por unos instantes (ciertamente, qué lindos zapatos llevo hoy) y hay una envidia enferma (podría ser el término adecuado) que es esta: la de un cobarde anónimo que te desea mal a tal punto que llega a creer en brujerías y te tira sal en la puerta de tu casa: para que fracases (¿acaso ya no hemos fracasado?), para que te vaya mal (¿acaso no ha sido suficiente con el terremoto y el nuevo gobierno?), para ¿para qué? ¿qué mal le pueden desear a uno? Ninguno, por cierto. Lo que enferma realmente es tener tan cerca gente así de enferma.

lunes, 17 de enero de 2011

Miedo

Después del terremoto, que yo sepa, a nadie lo ha ayudado el gobierno de turno. Por ahí la ministra de vivienda inauguró con mucha pompa algo de mil viviendas, pero en realidad correspondía a un programa del gobierno de Michelle Bachellet. Es sabido lo abandonados que están en el sur, pero tampoco los medios le dan mucho espacio, como corresponde a nuestra hegemonía derechista. Así, los miedos proliferan. Yo tengo mucho miedo y supongo que miles de personas, que están reconstruyendo sus casas, también lo tienen. En mi caso, el de los habitantes de la ciudad de Santiago, el municipio ofreció un subsidio de 500 mil pesos que requería una larga documentanción, entre ellas, la firma de un ingeniero y un arquitecto. La verdad es que sólo esas firmas costaban los 500 mil pesos. Así que desistí de hacer los trámites. Por suerte, porque tampoco podía ser cualquier ingeniero y arquitecto, sino que debía ser uno asignado por el municipio ¿qué tal el negocio? Ni hablar que después se les ocurrió que el municipio haría un convenio con el Banco Santander, no otro, no el Banco del Estado, por ejemplo, a quien debiera corresponder su participación dadas las circunstancias, bueno, un convenio con el banco español para ofrecer créditos "blandos" para los afectados por el terremoto. Hasta donde yo llegué a averiguar, este crédito blando tenía una tasa de interés de casi el 20% anual. En mi banco, conseguí un crédito con una tasa del 5% anual. Entré en el sistema. Tuve que entrar. No podía dejar mi casa, declarada patrimonio histórico por otro lado, sin techo y algunos muros cuarteados. Además, al mes del terremoto me llegó una carta del municipio avisándome que mi propiedad estaba inhabitable y que si no solucionaba el problema sería demolida en su totalidad (supongo que la fachada no, puesto que tiene esta condición de patrimonio). Ha pasado casi un año. La reconstrucción se hizo, a costa de un gran endeudamiento por mi parte con un banco privado. Todavía no termino de pagar ni de terminar los arreglos de mi casa. Y tengo miedo. ¿Y si pasara otra desgracia, como pasan? ¿Si este año lloviera inusualmente en Santiago y mi casa se inundara? ¿si la bodega de atrás se incendiara y tomara mi casa? ¿si no logro pagar el crédito? La sensación que tengo, que la debe de tener tanta gente de este país que parece tan desarrollado, o lo hacen aparecer, es que se tiene miedo, de que las fuerzas, por no mencionar la plata, se acaba, que esa cosa de luchador empedernido, ese mito que se reforzó con el tema de los mineros, tiene su límite, de que, sí, que el Estado debería apoyar a sus ciudadanos, a los afectados por el terremoto, a los magallánicos, a ese que tiene el sueldo minímo y que gasta un tercio de su sueldo en transporte "público". El Estado chileno ha abandonado a su pueblo. No se hasta cuándo se puede resistir esta angustia de vivir en el desamparo, peor, en medio del desamparo de un sistema de mercado que lo regula todo, todo.

lunes, 10 de enero de 2011

Reconstruir

Llevamos varios días dedicados a reparar la casa de Santiago de Chile, que sufrió algunos daños con el terremoto. Entre otras cosas, hemos ido desarrollando técnicas de reparación para muros de adobe, cielos rasos de tela y las innumerables grietas que se encuentran en casi todas las juntas: de muro con muro, de cielo raso con muro, de marcos con muros... Por un lado, esta casa de casi cien años, lo que es mucho para un país con tanto movimiento, tenía una serie de capas de papeles murales y pinturas que, resecas con el tiempo, se rajaron en varios puntos con el movimiento; por otro lado, dicen quee estos terrenos cayeron unos centímetros en la parte posterior, por lo que, si uno es cuidadoso y conocía la casa, se da cuenta de pequeños descuadres. La técnica más efectiva que hemos desarrollado para revocar los muros de adobe, ha sido una mezcla de cemento y adobe (en proporción de 1 a 4) que después empapelamos con papel volantín (papel cometa) antes de darle una capa de pasta de muro (o enduido). Para reparar los cielos rasos, cortamos lino a la medida y lo pegamos con cemento de contacto, luego una delgada capa de enduido antes de pintar: queda perfecto.

Mientras tanto, es decir al mismo tiempo, desarrollo una nueva faceta tuerca con el Land Rover del año 80. En estos pocos días, desde que lo retiré desde el galpón donde un amigo me lo guardó por un año, he aprendido bastante. La idea es aprender los suficiente no solo para emergencias en los viajes que imagino, sino para ir mejorándolo poco a poco en sus detalles. Se parece mucho a Walle-e comparadado con los jeeps nuevos, tiene un aspecto potente pero tierno a la vez.