viernes, 18 de marzo de 2011

Ausencias

Supongo que el tamaño de la ausencia no tiene tamaño.

Estos días, a pocos de llegada nuevamente a Buenos Aires, con su calor que me brota de alergias, no he parado de dormir. No sé bien qué me pasa, pero los niños se están matando a gritos en su cuarto y yo sigo lánguida en la hamaca, a ver si agarro un viento fresco, mientras me voy adormilando otra vez. No importa cuántas veces en el día, cada vez que me duermo es como si hubiese estado todo un día laburando duro, como hace la mayoría de la gente, ésa que con razón se golpea, una y otra vez, la cabeza contra la ventana, si no se apoya en el hombro de un vecino incómodo, mientras el bus va superando, también uno tras otro, los baches de las callecitas de esta ciudad.

Es que tengo ausencias que me duelen y proyectos que me miran desde la lejanía.

Hay una puerta, en una calle cercana, que mis pies ya no atraviesan para el café o la charla despreocupada pero profunda o la galletitas en el horno. La verdad es que no es solo la rutina de caminar esas dos cuadras para encontrar una amiga, lo cierto es que esa amiga, con toda su juventud, también se transformó en un refugio para mi alma. Hay otros refugios, pero ése falta. Además, para los demás, la vida no pasa enfrente de ellos como estos días para mi. Ya sé que se acabará, pero no dejo de vivir como si estuviera en el caribe con los cocos cayéndome a los pies. Me duermo y sueño. No puedo parar de dormir, aunque quiera. Si no fuera porque aquí no existe, diría que los mosquitos me han contagiado de la enfermedad del sueño, en vez del dengue.

En casa, se asustan: cuando despierte de este letargo, no saben qué esperar, como la calma antes de la tormenta.

Hace mucho, pasé por un estado parecido. Recuerdo: sentada a la ventanilla del tren entre Santiago y  Paine, un pueblito a pocos kilómetros. Mi hija era un bebé que no paraba de llorar, por cualquiera razón, las mujeres que iban del tren se desesperaban, la tomaban en brazos, me hacían darle teta, jugaban con ella, pero no paraba de llorar. Yo miraba por la ventana y ya no me importaba nada: ni la basura acumulada a los costados de la vía, ni la pobreza, ni la injusticia, ni mi hija llorando, ni siquiera recuerdo si mi hijo me acompañaba. Era un letargo despierta.

Lo bueno, Ana, es que en algún momento uno despierta. Algunas ausencias se vuelven insoportables y uno decide moverse. Ojalá todo esta inmovilidad sea una suerte de acumulación de energía. Tal vez sea necesario, a veces, quedarse así, quieto y dejar que los sueños hagan lo suyo, hasta que uno vuelva a salir a flote, para nadar con más fuerza contra las olas y llegar a la orilla y correr y correr por la playa, la arena, las rocas, los bosques y los cerros.

Mientras, soy una especie de grillo congelado.