lunes, 26 de abril de 2010

Frustraciones plásticas

La primera.

Estando en la sala de cuatro o cinco años en el colegio alemán de Santiago de Chile, la maestra nos pasa una hoja blanca de 60x40 cm para dibujar "libremente". Elegí un tema marítimo, ya sea porque quizás era mayo y andábamos sensibles con el tema de las glorias navales (así se le llama allá, grosso modo, a la Guerra del Pacífico) y la imagen del capitán Arturo Prat saltando de su triste corbeta de madera al acorazado del capitán Grau, así con la espadita levantada, en el aire entre los dos barcos, la Esmeralda claramente más chica y generalmente en llamas, y el Huáscar grande e imponente con sus chimeneas generando humo (no hemos podido dilucidar entre los chilenos si Arturo Prat fue un héroe o un estúpido suicida), ya sea porque, en mi corta pero triste experiencia de la no educación artística en ese lugar y en esa época, ya sabía que, con mi poca paciencia (¿quién, además, le pide paciencia a un niño de cuatro o cinco años), un dibujo detallado iba a ser un infierno pintarlo sin salirse de la línea negra y sin dejar espacios en blanco porque, si algo castigaban, era salirse de la línea negra, negra tenía que ser, y dejar algún espacio blanco sin pintar, entonces, digo, supongo que una escena marítima con la superficie del mar a tres centímetros del borde superior de la hoja blanca me pareció más fácilmente abordable. Sé que sobre la superficie del océano dibujé un par de botes de madera de los cuáles salían una redes de pescar que se ampliaban bajo el mar. Abajo hice unos cuántos peces de colores (no muchos, por el problema de pasarme de la línea negra). Al poco tiempo, que debe de haber sido muy poco, porque los niños, dicen, no se pueden concentrar más de 45 minutos, o sea que a los poquísimos minutos, me di cuenta de mi error de cálculo: una hoja de 60x40cm era un superficie enorme para cubrir de un sólo color con mis lapicitos de mina (ni que decir de la dichosa gran red de pesacar que se me ocurrió dibujar abajo). Creo que la sensación fue aún peor que la de enfrentarse a una hoja en blanco cuando, mañana por la mañna, tienes (tenés) que entregar una monografía de diez páginas. Sin embargo, la Tante fue compasiva y comprensiva y me dejó llevarme el dibujo para terminarlo en la casa donde tuve que volver a enfrentarme a ese espacio infinito que me quedaba por pintar parejo, sin pasarme de los bordes ni dejar espacios en blanco. Mi madre, en un arranque creativo más debido a su ignorancia que a su educación artística, me dijo con excelente criterio que, en primer lugar, no tenía que ser tan parejo porque ¿a dónde se ha visto que el mar es así, de un azul quietecito? No, el mar tiene olas y además se ve de diferentes colores. Cierto. Y no sólo eso, en el mar hay toda clase de algas, de diferentes tamaños y colores, que salen del suelo hacia la superficie, lo que me permitiría no pintar siempre en el mismo sentido, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, si no que "descansar" (de esa monotonía) haciendo algas que debería pintar de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, esquivando los peces y cuidando de no pasar por encima de las líneas negra de la red (¡qué fastidio! ¡en que momento se me ocurrió hacer una red? Si al menos pudiera pintar cada cuadradito de un color diferente...). Cierto. Además, bajo el agua se ve todo confuso ¿no es cierto? Cierto. Así que me puse manos a la obra en un derroche de impulsos expresionistas, ya que la hoja era medianamente grande. Quedé muy satisfecha con mi obra. La solución había sido perfecta. No lo consideró de la misma manera, al otro día, en el colegio, salita de cuatro o cinco años, la Tante, cuando vio ese ejemplo magnífico de expresionismo latinoamericano y me reprobó (me puso un calificación bien roja sobre mi trabajo) aduciendo a que quedaban espacios en blancos, que me había pasado de los bordes negros de las figuras y que el mar ¡dios mío! qué desorden ¿cómo había pintado así? No, tenía que ser parejito, parejito, como una cartulina de color ¿no ve?

martes, 13 de abril de 2010

(Des) vergüenza

Hemos llegado al punto en que la (des) vergüenza es inversamente proporcional. Yo me acerco peligrosamente a los 40 años y por primera vez en mi vida me he puesto un bikini, sin importar si se me sale un rollito de alguna zona (o más de alguno) y si mi panza ya excede la curvatura ideal griega (para qué hablar de un vientre plano porque no conozco ninguna diosa griega que, en sus perfectas proporciones, lo tenga como una tabla de aserradero). Y si se me sale una teta del bikini de 20 pesos que me compré bien poco me importa. La consigna es, ahora, andar cómoda y sentirse más desnuda que nunca en un ámbito en que tampoco se puede andar exhibiendo la pelambrera del pubis, pues como no soy argentina de sociabilización temprana, nunca adquirí el hábito de raparme los pendejos para ostentar un pubis púber, cosa muy contradictoria a mi edad y con esos rollitos que ya comenté que no tienen nada de juvenil, pero mucho de voluptuoso en ciertos momentos claves. Y si yo pierdo la vergüenza, mi hijo preadolescente empieza a tener conciencia de la llamada "ajena". Si me paseo por el recinto termal medio desnuda en mi bikini de liquidación, una nalga más afuera de la otra o el culo tragándose la mitad del calzoncito de morondanga y el pezón a punto de escapar de borde del sostén que, aunque XL, apenas me sujeta las tetas (y eso que yo siempre las consideré algo pequeñas o mis amigas todas las tenían enormes las pechugas), mi hijo, un poquito atrás de mi paso, me dice tratando de mantener el tino:

- ¿Mamá?
- ¿Mm?
- Esteee...
- ¿No tienes frío?
- ¡No! Está ideal...
- Ah.
-...
-...
- ¿Por qué?
- Y ¿no te vas a vestir?

Me acordé cuando yo tenía su edad y acompañaba a mi abuela de 88 años al centro de Santiago en micro. En cierta ocasión el chófer, que no debe diferir de cualquier conductor de buses urbanos de cualquier tiempo en nuestra América latina, hizo una maniobra brusca y hasta peligrosa para una señora de su edad, y mi abuela se cayó sentada encima de un tipo de unos 30 años (ahora recién me lo digo ¡qué desgraciado! ¿cómo no le había dado el asiento a una mujer de tamaña edad?) y en vez de pararse y pedir perdón, le vino un ataque de risa que le impedía del todo levantarse de las faldas del sujeto atónito que la sostenía convulsiva de risa. Qué papelón, ni siquiera tenía el ánimo de decirle "abuela, párate" o si quiera ayudarla a levantarse de esa posición que, a fin de cuentas, también lo pienso ahora, no le habrá molestado en absoluto a su edad porque, me imagino, pocas habrán sido sus oportunidades, bordeando los noventa años, de sentarse sobre el paquete de un macho juvenil.

Al bajarnos de la micro, todavía seguía hilarante y no dejó de reírse hasta que se tomó un schop de medio litro, al seco, en el clásico local de la calle Banderas y Huérfanos, a pasos de los tribunales de justicia, nuestra parada final de esa tarde (o mañaña ¿quién se puede acordar después de tantos años y semejante vergüenza?)