lunes, 23 de noviembre de 2009

Nada, ir sin nada

De pronto me doy cuenta de que no tengo nada. Pensaba que lo tenía. Una casa en Santiago de Chile, pero no, se vuelve nada más que una propiedad al servicio de la manipulación tiránica y las ansias de control de mi madre. No tiene nada más. Su vida se puede leer como un fracaso que se ha transformado en fuente inagotable de amargura que tiene que vomitar, sudar, cagar, eliminar por cualquier parte de su cuerpo, por su lengua ácida y sus ojos tristes que lagrimean orina.

Todo hay que leerlo como una señal: la muerte inesperada de Oscar y la repentina manifestación tiránica de mi madre. Lo que hay que leer es que, al fin, no se tiene nada por más que se quiera tenerlo, por más que a veces creas que lo tienes y te aferres a tus cosas como a una tela de araña en la quebrada.

Los libros. Oscar tenía una magnífica colección de libros infantiles. No sé quién se quedará con ellos ahora, pero lo cierto es que nadie los cuidará ni disfrutará tanto como él. Yo estaba enojada con él, por un asunto puntual,pero siempre admiré esa sensibilidad extraña de encontrar en las personas que tenía. Se notaba sobre todo en sus casas: las antiguas que recuperaba, la de Valparaíso, las de muñecas, llenas de los más sorprendentes detalles, su jardín en el puerto. Te das cuenta de que nada de eso tiene sentido sin la persona que les da vida.

Otras personas, en cambio, solo escupen alquitrán. Se burlan de tu pena, te gritan y te pegan cuando eres pequeña, te tratan de tiranizar cuando adulta, no tienen sentido de las proporciones, escuchan la música a todo volumen simplemente porque no pueden escuchar la musicalidad, leen cientos de libros pasando por encima de las letras, pero no logran comprehender ni una palabra, no saben nada de colores porque viven en el negro, en la ausencia de color exactamente, son personas con las que no te puedes enojar una vez porque tendrías que pasarte la vida enojado, pudriéndote como ellas. Esa es mi madre.

Y estas son las cosas que no se pueden decir, pero puedes dejar la maldita casa que te amarra a su tiranía, aunque en un papel diga que es propiedad tuya, un legajo que tiene el mismo valor que el documento de un matrimonio: no hace más que esclavizarte a las cosas materiales y a la voluntad de otra persona.

Nada, debería ir sin nada. Solo quisiera llevar mis libros. A donde fuera. El próximo año, para el cual no queda nada, tendré por fin el valor de desprenderme de esa que creí mi casa y le diré a mi madre que haga lo que quiera con ella. Yo buscaré una salida a tanta amargura, para que no me toque más, ni vuelva a rozar a mis hijos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Otra ventana

Esta otra ventana, la de mi cuarto, da a la calle, en un casa antigua de fachada antigua. Apenas se abre para que los paseantes, los transeúntes, los caminantes de veredas, no miren al interior. No dejar ver aquí significa no poder ver. Los días de viento, se abren las alas, pero se cierran las persianas. Está oscuro y fresco. En las noches de fines de semana se puede escuchar a algo que parece una multitud multinacional que habla en variados idiomas, mujeres alegres o parejas que comentan un espectáculo o la comida del restorán armenio o peruano o mexicano. Debe de haber un hostal muy cerca. Siempre parecen devolverse hacia Corrientes. Las noches de semana es bastante silencioso, pero no tanto como allá. Nunca falta el olor a levadura caliente, que se extiende por toda la cuadra desde una panadería que hay en Loyola. Me gusta dormirme con el aroma a levadura caliente, tiene la suavidad de una cuna o de un vientre. Últimamente también me despierto a las cinco de la mañana, con el canto de muchísimos y diversos pájaros. A eso de las seis y media o las aves se vuelven más silenciosas o el ruido de la ciudad, crescendo, las enmudece. Nunca veo por mi ventana más que un trocito cuadrado de hojas verdes que, por fortuna, casi siempre están en movimiento.

sábado, 21 de noviembre de 2009

La ventana

Hoy me desperté a las cinco de la mañana. La luz apenas se reflejaba en los muros blancos que veo desde mi ventana. Al despertarme, frente a mi, lo primero que veo es el ventanal que da al patio de baldosas blancas. Y las plantas contra la pared. En esas mañanas, tan madrugada, pienso en ti, que te gustaría estar aquí, despertarte tú frente a este ventanal silencioso, apenas iluminado y quedarte recostada en la cama, pensando en el próximo ensayo o, tal vez, tomando tu té con limón, plácida y solitaria. Pero no estás. A eso de las ocho me levanté. Le di de comer a los peces y me hundí en la pecera por unos minutos. Blup, blup, blup. Tomé un té con unas galletas de agua, regué el cactus de Germano y salí a la sequedad de la ciudad. Espero que tu ventana, de allá, tenga otras historias, esas que yo no puedo ver, ni oir, ni oler. Ahora, me duermo, esperando despertar otra vez frente a mi ventana.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Escribir por cumplir

Aquí estoy, chicas (dejo a los chicos afuera por ahora), con una suerte de crisis de creatividad, si se entiende así el complejo fenómeno de no tener la más puta idea de qué escribir a unas horas de la entrega. Y sí, no hay nada peor para la creatividad que la autocensura. Y nada peor para calidad que escribir bajo presión sin tener ningún otro objetivo que el más banal, pero el más contundente: el dinero.

Escribir dos guiones para la televisión infantil en menos de una semana. Ante la premura, veo con horror que cada vez me pongo más didáctica, más políticamente correcta, más aburrida, en definitiva. Al fin, es así, lo compruebo, el didactismo es mucho más fácil y rápido, además, porque, total, hay tantos asuntos sobre los que los adultos nos sentimos con el derecho y la obligación de dar una explicación concreta.

Así se lo digo a mi hijo, esta simplicidad del positivismo, si me preguntas por qué una rosa es roja te puedo explicar todo eso de los pigmentos, las nervaduras, los fluidos que circulan por los pétalos, y si me preguntas por qué esta rosa es roja y no azul, todavía puedo entrar en el campo de la evolucióny adaptación de las especies, pero si me vuelves a preguntar porque la rosa es rosa y no clavel, por qué la loica tiene el pecho colorado, entonces no tengo explicación o, más bien, tengo muchas explicaciones: porque Dios lo quiso, porque una vez la loica salvo al hombre que quiso cazarla y su pecho se untó de su sangre, porque... no sé, qué se yo, la naturaleza parece, en realidad, insondable.

Prueba uno: concentración a prueba de gritos de niños alrededor: me levanto a la 6 de la mañana a escribir.

Prueba dos: mejor duermo un rato, puede que durante el sueño me ilumine.

Prueba tres: me siento frente al computador disciplinadamente, con un té al lado, no puede ser que no pueda dar con una estructura mediadamente verósimil y atractiva.

Prueba cuatro: creo que, en realidad, estoy inhibida por mi propia autocensura, estoy pensando demasiado en los demás (¿acaso no se trata de eso el laburo?), quizás con una cerveza me libere.

Voy en la prueba cuatro y espero no llegar a pruebas más radicales. Por el momento, sólo he logrado escribir una entrada más en este diario, para que recuerde, después, lo difícil que fue llegar a ser quien diablos sea.

lunes, 2 de noviembre de 2009

A Mallory

Hace unos días, no tantos, Mallory, mis hijos me pedían volver atrás, al pasado. Querían ser más chicos, estar pegados a mis tetas, no sé, aprovechar sus últimas vacaciones, qué se yo, y yo pensé " de volver al pasado, ¿a dónde volvería?" Ni se lo esperaban mis niños.

A los 23 años años estudiaba estética y fotografía. Mi abuela hace unos meses había muerto y decidí gastar parte de mi herencia en un viaje a Nueva York. Y así lo hice. Qué hija de puta, pensé cuando supe que recién cumplías los 23. A los 23 yo estaba en tu país, en Nueva York, con mis trenzas a los costados, india bonita, gozando de cuanto cuerpo masculino se me pusiera por delante (incluso de algunos femeninos).

Pensé un rato y les dije a mis hijos que de volver al pasado ellos no estarían vivos o, mejor, no habrían nacido, que volvería a los 23 para rectificar mi camino, que mi viaje a Nueva York debería haber sido el momento de cambiar mi destino, el momento en que me debería haber permitido las últimas locuras.

Unos días después supe de tu cumpleaños número 23. Y supe una pequeña parte de tu historia. Si te digo la verdad, como dije que iba a ser genuina, siempre adherí al pensamiento estoico de Séneca y, ahora, me siento más barroca que nunca: la vida es demasiado breve, Mallory. No sabes con cuántos hombres me acosté en Nueva York, pero lo cierto es que me arrepiento de que no hayan sido más. Si hubiera sabido que después de los 35 años te espera la triste realidad de la estabilidad o que ya no excitas a nadie a la primera vista, que los esfuerzos intelectuales no tienen comparación con el escaso placer que puedes obtener después, si lo obtienes... uf, bueno, querida, te diría, si tuviera más autoridad que mi edad, deja la fidelidad para después y goza, rosa, el amor ahora ( y, bueno, una se deja contaminar por los tópicos).

Lo primero es lo primero

Lo primero es que éste es un diario de vida personal, íntimo, para ser más exactos, sólo que hace un tiempo ya no se usa eso de escribir en una libreta de papel, aunque sea de papel ecológico y, lo segundo, que si bien es íntimo, ya tampoco hay mucha separación entre la vida privada y la pública.

Lo segundo es que seré genuina.

Lo tercero soy yo, como para empezar. Me llamo Aurora Dhoy. Por Aurora, la de las mañanas, pero también por Aurore, la escritora francesa que se vestía de hombre, la que se quería acostar con Chopin, pero no pudo porque él era tan enfermantemente enfermizo. Y Dhoy, qué más fácil de descifrar, porque soy la aurora de hoy, lo que, en realidad tiene muchos significados, hoy, tempus fugit, Séneca, mi filósofo favorito, o la Aurore del presente, pero americana, vaya, suena a contradicción, no sé, el punto es que me llamo así desde hace mucho tiempo, que ya no es tiempo de andar cambiando nombres y que quiero escribir mi vida, no para que ustedes, probables lectores, la lean, sino para que yo la recuerde. No saben cuántas veces mis hijos me preguntan por cosas que no recuerdo. Ni que hablar de los amantes. Tantas pero tantas cosas se me han olvidado. Y las fotografías no sirven de nada, se los digo ahora y tómenme en serio, que no en vano ya soy casi cuarentona, fui fotógrafa y soy, repito, soy escritora. Las palabras valen más que mil imágenes. Por eso escribo y no hago fotografía.

Lo cuarto es que quiero, necesito, necesito escribir lo que me pasa cada día, por estúpido que sea, por mal escrito que esté, qué me importa ya, hace tiempo que dejé de desear, en serio, ser una suerte de hito literario vivo (que lo soy, que duda cabe), pero nadie me toma en serio porque nadie toma en serio a los genios de su época, como yo (o sea, nadie me toma en serio, quiero decir, pero soy generosa y les dejo mis memorias libres de derechos, chicos, aprovechen). De todos modos, si me hubiera muerto o suicidado a los 30 poco les habría dejado, así que, por fortuna, todavía no me suicido y todavía espero que la vida me de sorpresas, como dice una canción, me de pasiones apasionadas (y qué difícil que es después de los 35, no sabes, chiquita de los 23 años).

Lo quinto es que ¡qué me importa nada! Si publico un diario íntimo me expongo a tantas malas consecuencias, pero no se puede vivir pensando en lo que piensan los demás ¿no? Así que acá voy, me lanzó a la piscina otra vez...