viernes, 22 de julio de 2011

Chile

Ésta me parece una ciudad grisácea. No sé por qué estoy aquí y me empeño en mantener la casa. Quizás sea simple hábito. Algunos días apenas se ve la cordillera detrás de los edificios del centro y del esmog, esa tenue neblina opaca y densa que se pega a la ropa y la piel. Junio y julio siempre fueron los peores meses. siempre quise escapar en esta fecha, soñando con paisajes nítidos y prístinos. Ni hablar de la cuestión social y política. No es, para nada, que no me quiera meter. Muy por el contrario me siento más involucrada que nunca, pero pienso que los análisis de la cuestión ya están bien formulados por otros con más discursividad en el tema. Ver así al situación de este país, que tocó ser en parte el mío, me angustia y lastima. Las personas que después de un año y medio todavía están esperando que el Estado las ayude a reconstruir sus casas, sus pueblos enteros, son aporreadas y maltratadas por la policía; estudiantes secundarios, pibes, que han llegado al extremo de iniciar una huelga de hambre exigiendo algo que en muchos otros países, como el nuestro, países que ya no se pueden decir pobres, dan por sentado: una educación gratuita que no sea el adiestramiento de mano de obra para una sociedad de consumo que sigue aumentando la brecha socioeconómica a niveles de una injusticia que dan ganas de gritar mientras un flamante empresario, que logró ser Presidente elegido, dice sin vacilar que la educación es un "bien de consumo". No me dan ganas de volver a esta ciudad gris y este país más injusto que otros de la región. Tampoco me dan ganas de escapar. Hace tiempo que estoy convencida de que la literatura, que es en mi caso lo que me hace vivir, tiene una función social. Salvo que no sé desde dónde actuar cuando soy una escritora completamente anónima. Quién haya leido mis cuentos en el blog de literatura infantil que llevo, a falta de publicar, verá que el asunto está presente, pero lejos de los criterios editoriales del momento, que, en general, prefieren inventar un mundo edulcorado que se parezca a la realidad, cuando no lisamente cuentos maravillosos sin ancla en la realidad social de los niños que leen, o pudieran leer, esa literatura, tan menospreciada por la academia. Sin embargo, lo que pueda hacer, lo haré desde otro lugar porque no quiero que mis hijos crezcan en un sistema escolar militarizado, donde, desde otros estamentos, se los aporrea también y se los menosprecia, no se los escucha, donde tanto un ministro como muchos otros adultos exhiben, sin pudor, un discurso represivo y estúpido: los niños están para estudiar, no para hacer política, tómense unas vacaciones y déjense de molestar. Hace unos días, un enorme grupo de escritores firmó un manifiesto en apoyo de estos estudiantes... salvo que siempre pareciera que el problema de los estudiantes solo fuera problema de los estudiantes cuando es uno de la sociedad entera. Aquí, hace tiempo, lo único que se hace es adiestrar a los chicos. Nada más. Muchísimas horas de clases simplemente para capacitarlos para ser más eficiente en el engranaje productivo. La literatura (y las expresiones artísticas en general) cada vez tiene un espacio menor en el currículo porque no entra en la multitud de pruebas y evaluaciones a los que son sometidos desde la más tierna edad. ¿Por qué iba yo a castigar a mis hijos en un sistema así? Luego, aquellos demasiados que no tienen el privilegio de esos otros poquísimos de las familias (re)adineradas, deben someterse a las condiciones de trabajo más humillantes, sin atreverse a reclamar porque no pueden, ni siquiera tienen, la mayoría, la capacidad de un juicio crítico o, los que lo tienen, están atemorizados o no poseen las herramientas discursivas para reclamar. De esta manera, una amiga me cuenta que hace unos pocos meses trabajó en una fábrica de zapatos donde los encerraban con llave toda la jornada laboral, no los dejaban hablar durante la hora de almuerzo y, por supuesto, les pagaban el sueldo mínimo, lo que acá, puesto que el Estado no se hace cargo de los servicios básicos, es prácticamente nada, puesto que hasta trasladarse en el transporte público (público no por que el Estado participe, sino público porque van todo amontonados) cuesta más de un tercio del sueldo, sin contar que en invierno la calefacción, por ejemplo, es una fortuna hasta para una familia de clase media acomodada. Esto también es el resultado de un mal sistema de educación. El problema de la educación no es un problema de los estudiantes a quienes tenemos que apoyar, es un problema de la sociedad entera, es el problema de cada uno de los que vive en este país o, como yo, tiene un vínculo con él. Es nuestro problema, de todos.

viernes, 1 de julio de 2011

Librerías

Hay días, momentos, en que quisiera volver a mi casa. Es un instante de nostalgia no decisivo, pues me basta con reiterar el mismo deseo una vez más para darme cuenta de que veo mi casa como una isla en medio de Santiago. Lo pienso mientras camino por cualquier calle o callecita de Buenos Aires y me encuentro con una librería. Entro. Recorro. La última vez que Lili vino a este puerto, salió llorando de los libros del pasaje. Hacía una o dos semanas, apenas, que había muerto Oscar, su marido, el del jardín en el puerto del otro lado, el arquitecto, coleccionista de juguetes y libros para niños. Las librerías deben de haber sido, también para él, un refugio y me consta que últimamente compraba compulsivamente libros, libros maravillosos que no alcanzó a abrir en su biblioteca. A mí me ocurre como él, siento que me vuelvo una adquiriente compulsiva de libros cuando, no más entrar a la librería, recuerdo que en Santiago, además de los precios, no voy a encontrar tantas tiendas y cafecitos por doquier, sin mencionar Corrientes o los parques Centenario y Rivadavia, me llevo los libros a casa como si fuera la última vez que voy a tener la oportunidad de ponerlos ante mi para tocarlos, verlos, hojearlos y, finalmente, observarlos y leerlos. Quisiera algún día poder sentarme a ver los libros que Oscar no alcanzó, pero pienso que ya no será lo mismo, por maravillosos que sean, el placer se diluye un poco si no hay con quien compartir esa pasión. Quizás por eso me aceptaba y me invitaba a sentarme en el living de su casa donde me exponía sus libros nuevos mientras, evidentemente, gozaba doblemente: el verlos y el compartirlos. Aparte de él, nadie podía si quiera moverlos de sus estanterías y eso se respetaba como una ley sagrada. Ahora que ya no está, no sé quién habrá tomado su lugar en el cuidado de ellos. A veces, le he pedido al hijo que me deje entrar en la biblioteca, pero no he insistido mucho porque sé que no será lo mismo. Quizás como le pasó a Lili el día que salió llorando de la librería, quizás para ella ya no tenía sentido ni placer recorrerlas. Oscar y yo dejamos de darnos ese placer compartido cierta vez que discutimos por la mujer de su hijo. No, creo que fui yo la que verdaderamente perdí. Él tenía otras personas con las que compartía su pasión por la arquitectura, las plantas, los juguetes y los libros. En cambio, yo, me quedé sola.