viernes, 19 de febrero de 2010

La vida es sueño

Será la edad o será la falta de rutinas y horarios del verano la que no me deja dormir en las noches. A veces es la angustia la que revoletea en mi cuarto golpeándose contra una ventana, otras un fantaseo interminable de posibles vidas que hubiese querido o todavía quiero vivir.

Anoche viajaba en un jeep desde Santiago a Buenos Aires. Puesto que recién he aprendido a conducir, le he pedido a Ángel que me cruce hasta Mendoza y luego, desde allí, seguir sola por la pampa con los niños hasta llegar a la gran urbe. En el camino acampamos, nos asaltaron, nos detuvimos en un pueblito y almorzamos. Es un largo camino, pero no tan extenso como lo que nos espera después, recorriendo rutas por Argentina, Bolivia, Ecuador y Colombia o cruzando a lo largo Chile, desde el norte hasta Rupanco para luego cruzar por el paso Puyehue hacia los Siete Lagos en Argentina, con nuetro jeep cargado de herramientas, carpa, cocinilla, sacos, la gata, la compu (porque no puedo dejar de trabajar, por supuesto).

Anhelo la aventura, el cambio, los paisajes nuevos. El sueño es reparador.

martes, 16 de febrero de 2010

No hay un solo cielo

Al llegar, me impresionó la puesta de sol. Había nubes desparramadas por el cielo que reflejaban una luz rosada intensa, casi podría decir fucsia. Me quedé sentada un momento a la salida del aeropuerto arrobada por la intensidad de ese cielo. Pensé que, efectivamente, el cielo de Buenos Aires es como la bandera del país, celeste y blanca, las nubes allá nunca las he visto desparramando tanta pasión. Es cierto que hay otras intensidades aquí inexistentes, las tormentas furiosas algunas noches que son como los aullidos lastimeros de un tango. Me pregunté si acaso este color tan fuerte no se debe a que el sol, por acá, se pone en el mar y, por lo tanto, en el cielo se reflejan los colores que el sol proyecta sobre la superficie del océano Pacífico. Ya en el bus, se recortaba la sombra negra de cerros y montañas sobre un fondo naranja brillante y unas nubes que, ahora, reflejaban un rosado pálido que se desvanecía en amarillo. Abajo, las luces de la ciudad se iban incrementando hasta que ellas y la noche dejaron el cielo en oscuridad.

lunes, 15 de febrero de 2010

Herida

La herida del brazo se ha transformado en un fetiche fascinante, Milena. El primer día, después de que la puerta hija de puta de mi (adjetivo que indica solo posesión virtual) casa me respondiera con su garra de vidrio filosa, lo que podías ver era una suerte de vagina de unos cuatro centímetros de largo por uno o dos de profundidad pariendo una cabeza de coágulo que pujaba por salir. Era muy desagradable y casi me desmayo cuando curé la herida. Además, no dejaba de pensar que ese mismo corte algunos centímetros más abajo, habría, sin duda, cortado una arteria y no tendría la posibilidad de escribirte ahora porque mi compañero tampoco notó nada hasta el día siguiente, por lo que habría muerto sin pena ni gloria en el cuartucho del jardín. Así que los dos primeros días soporté los vahidos cuando la desinfectaba y la presionaba para que, lo que fuera que luchaba por salir, no saliera del brazo. Tampoco ya era tiempo de ir al hospital. Probablemente unos cuántos puntos habrían acelerado la cicatrización y, de hecho, disminuido la marca que quedará como registro. En fin, el proceso, de todos modos, ha sido increíble. No deja de sorprenderme la capacidad de recuperación que tiene el cuerpo. Pensé que con semejante tajo, la herida no cerraría nunca, o bien, que los pliegues de piel quedarían separados por un trozo arrugado. Después de dos semanas no ha sido así. Si la hubieras visto también te sorprendería, los costados cortados, que habían quedado separados por esa cabeza de coágulo, se han ido acercando cada día, como si luchara la piel por juntarse allí donde fue separada. Aunque ya está más seca, exhuda un líquido, que según lo que leído debe de ser colágeno con sangre. Me parece que esto hace que la herida se reduzca cada vez más al mismo tiempo que seca, es decir como si botara todo lo que sobra adentro de la herida que separaba las dos paredes. Sí, claro, no es muy lindo de ver, pero es fascinante y no dejo de contemplarla y sorprenderme de que por sí sola, ayudada nada más que con el gel de una planta de aloe vera, se cure tan bien que hasta dudo, ahora, que quede una cicatriz muy grande, como lo temí el primer día.

viernes, 12 de febrero de 2010

La puerta cerrada

Llegué y la puerta estaba cerrada. Llegué y la puerta de mi casa estaba cerrada. Llegué y la puerta de mi casa estaba cerrada por dentro. Traté de abrirla. Estaba cerrada. Grité. Nadie de adentro la abrió. Golpée la puerta de mi casa cerrada por dentro, pero ni se abrió ni la abrieron. Patié la puerta cerrada y se abrió de un golpe. Entré iracunda, gritando, llorando porque me habían dejado afuera de mi casa. Golpeé con más ira otra puerta de la que ya no consideraba mi casa y ella, con su grueso y filoso vidrio, me cortó el brazo, la muy puta.

Después de esa noche ya nada será lo mismo (aunque, en rigor, nunca nada puede ser lo mismo); es decir: después de esa noche perdí la esperanza. Y una cicatriz en el brazo me lo recordará siempre.