martes, 3 de agosto de 2010

Vivir en Buenos Aires

A veces, en Santiago de Chile, no quiero seguir viviendo. Me pasa cada vez que estoy allá. Bebo un par de cervezas combinada con un poco de conversación y empieza a latir el deseo de desaparecer al mismo tiempo que el sin sentido adquiere dimensiones aplastantes. En cambio, en Buenos Aires, ciudad que algunos consideran ingrata, dura, amenazante, me dejo llevar por sus callecitas ruidosas y el saludo cotidiano del vecino: el verdulero de la otra cuadra, el mecánico amante de los gatos, la portera del lado, varios padres y madres del colegio de mi hija, el carnicero del mercadito de los chinos, el mozo del bar de la esquina, el cajero del banco de la vuelta, la señora y su perra del almacencito, el kiosquero que vende miel, la profesora de música para niños, la veterinaria de la calle Serrano con su perra Brigitte que, en las mañanas, trabaja en las escuelas especiales (Brigitte, no la dueña) y los amigos que viven cerca: Dani, Ana, Euche y toda la secuela de extranjeros que viven o han pasado por la casa de Omar, también en la calle Serrano. La vida en Buenos Aires fluye sin dificultades existenciales, el sol, aunque esté frío, entibia, el aire un poco helado en invierno refresca aunque el 55 no se detenga a tomar pasajeros, la vida con Pablo aunque con desajustes y falencias es un agradable cable a tierra. Algo sí tiene sentido en esta ciudad que me borra el deseo de no seguir viviendo, a pesar de mi insignificancia.