jueves, 16 de septiembre de 2010

Cuarentena

Ya existe algo así: los escritores, o aspirantes a tales, se encierran por algo de tres meses en un lugar utópico para concentrarse en sus ideas y escribir. Las experiencias que he conocido no arrojan un libro al final de la cuarentena literaria, pero sí otras valiosas meditaciones (algunos decidirán que no están para tanta boludez).

Es curioso que un escritor sentencie que escribir es una boludez. Uno tiende a no creerle. Un amigo afirma que, en realidad, cuando un escritor dice que odia escribir no hay que tomarlo literalmente, si no paradojalmente ¿acaso odiar no es lo mismo que amar? Sigo pensando que el retruécano barroco no es verdadero. Más bien creo que responde a la pose de autor, por más que muchos insistan en la teoría de la muerte del autor todavía.

Me parece curioso, además, que todavía se identifique a la figura de autor con el tipo ése que, además, de escribir, tiene una vida totalmente ajena al personaje que ha inventado y que se le siga creyendo "real" cuando no es más que la "ficción" que ha construido sobre la base de algunos hechos "reales" innegables (que el tipo nació tal año, que a los cinco se le murió el padre, que a los veinte lo atropelló un tren dejándolo con una pierna menos, por ejemplo).

Son patrañas ficcionales, entretenidas por lo demás, si se lo toma por lo que es: patrañas ficcionales.

A veces ni es necesario esforzarse en crear una figura de autor. Me parece que la mayoría de los escritores son tal porque gozan más en la intimidad solitaria que haciendo vida social. Escribir es una buena excusa para no salir y quedarse solo, sin que nadie le hable. Yo también lo hago. Es una suerte de espantahumanos. Me encierro (me encerraba, ahora no tengo dónde encerrarme) en mi estudio y cerraba la puerta de vidrio. Estando así, todos los que transitaban por la casa (madre siempre presente, hijos, visitas inesperadas o esperadas) sabían que no podían ni acercarse al estudio. A veces ni siquiera escribía, sólo quería estar sola y tranquila. Claro que ahora no puedo. No hay dónde refugiarse. Lo más cercano que he encontrado es plantarme los audífonos para señalizar que no quiero que me molesten, que estoy pensando. No muy a menudo lo logro. A veces son los gritos de mis hijos. Otras, las atenciones de mi compañero.

Aún así, al borde de la cuarentena, tiene que salir algo, antes de que se me acabe el plazo y siga queriendo ser "escritora", como en la Vida Nueva de C. Aira, sin lograrlo nunca.

martes, 7 de septiembre de 2010

Amalia

Debía de regresar a casa porque allá, a esa hora, están terminando la mayoría de las clases en la facultad. No sé ni puedo saber bien qué sucedió, pero después de todo, a lo que si se puede llamar final, su final, deseé que al menos se hubieran encontrado sus miradas. No lo podré saber ni lo preguntaré. Al menos que viera el resto de vida en sus ojos. Al menos que viera los ojos maternos que la acompañaran en la última convulsión. No estar sola. Que no estuviera sola. Que la pudiese acompañar mientras moría. Es lo yo que yo quisiera si uno de mis hijos muriese: mirar esos mismos ojos que contemplé cuando nacieron y darles el apoyo que se necesita para nacer y para morir. Después, habría que ver si uno puede seguir viviendo o, acaso, también es nuestro final.